lunes, 3 de noviembre de 2014

Cuando una mujer sube la escalera

Mikio Naruse, Cuando una mujer sube la escalera (1960)

Es fácil cuestionar que las mujeres retratadas en esta película puedan ser consideradas geishas -aunque en algún diálogo se las denomina así- en lugar de camareras o prostitutas ocasionales. A fin de cuentas, no parecen haber recibido la educación que caracteriza a esta figura ni reflejan la estética que solemos asignarles.
Sin embargo, es precisamente esta lejanía del modelo establecido la que ayuda a desvelar los aspectos más negativos de la institución social a la que dedicamos la tertulia, que suelen quedar escondidos bajo el disfraz de la tradición.

Y es que se trata, en ambos casos, de jóvenes cosificadas: se han transformado, tras las máscaras creadas con sus vestidos, calzado, maquillaje, peinado y perfumes, en herramientas que dispensan halagos y atención, siquiera fingidos, a sus clientes. Son solo, en el fondo, actrices de rituales de sumisión más o menos bellos, más o menos explícitos.
Convertidas en objetos de consumo, están ellas mismas obligadas a gastar gran parte de sus ingresos en satisfacer las expectativas de quienes les pagan; en el mejor de los casos, podrán encontrar un benefactor (un cliente especial, un amante, un marido) que les aporte ingresos regulares a cambio de la promesa de compañía y disponibilidad.

En el Tokio de la posguerra, Keiko muestra con claridad el papel secundario al que se ven llevadas -y al que ella se resiste- las mujeres que sirven de esta manera a quienes poseen el poder económico, ya sean la propietaria del local o los pretendientes adinerados.
Naruse presenta a una heroína que, refugiándose en sus convicciones éticas, rechaza también los intentos de imposición de aquellos que no tienen dinero y confunden el amor con el deseo de dominio: su familia, que solo le proporciona cuidados interesados, y  Kenichi Komatsu, el único hombre al que ha podido sentir como un igual, solidario con sus esfuerzos... hasta el desenlace.
El director completa una fábula moral en forma de melodrama, en el que cada ascenso por las escaleras del bar actualiza el riesgo de caer; Junko acabará sucumbiendo con graves consecuencias, mientras que Keiko decidirá continuar sola, enfrentada a todos y a todo pero fiel a sus convicciones.
A este discurso, Naruse añade un retrato muy interesante de la sociedad nipona y su estructura jerarquizada y poco permeable: incluso entre las que trabajan en los bares hay categorías -cuando cierran, unas vuelven a casa en autobús, otras andando y las últimas están obligadas a acompañar a sus clientes-, mientras que el ascenso social es imposible para ellas si carecen de un hombre que les aporte el dinero y el status necesarios.

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