miércoles, 7 de febrero de 2024

Naturaleza

Naoko Abe, El hombre que salvó los cerezos (The Sakura Obsession: The Incredible Story of the Plant Hunter Who Saved Japan's Cherry Blossoms, 2019)
Yumemakura Baku y Jiro Taniguchi, La Cumbre de los Dioses 1 (Kamigami no Itadaki, 2000)
Takeshi Kitano, El verano de Kikujiro (Kikujiro no natsu, 1999)

En la tertulia que dedicamos a los robots surgió una reflexión en torno a la posibilidad de diferenciar entre lo natural y lo artificial. A partir de alguno de los artículos seleccionados vimos cómo la cultura japonesa no establece una distinción clara entre ambos, optando por la manipulación e imitación respetuosas de la naturaleza. Como complemento, este ensayo hace un repaso histórico de la tradición literaria de representación del medio ambiente. Las tres obras que comentaremos inciden en la misma idea.


Así, en El verano de Kikujiro el viaje (los 290 km. que separan Tokio de Toyohashi) discurre primero en paisajes urbanos, sustituidos por otros que intentan recrear artificialmente la naturaleza (el hotel) hasta llegar a lo rural, la playa y la acampada junto al río. En esa sucesión el entorno está cada vez menos modificado, aunque la influencia humana sigue presente... hasta volver a un plano general de la ciudad de asfalto y edificios.
Además, la historia que nos propone Kitano es un claro ejemplo de lo que se conoce como viaje del héroe, el mito básico sobre el que se construyen la mayor parte de los relatos. Porque, como subraya el director y guionista en la última escena, donde por fin se cita su nombre, el protagonista de esta película es el adulto, y su transformación interior -y el cambio paralelo en su conducta- se dará al asumir la responsabilidad de mitigar el sufrimiento de Masao, que conecta con el suyo propio. Hacer reír al niño es el nuevo objetivo de Kikujiro, convertido en un padre sustituto, inadecuado en muchas de sus conductas pero valioso como soporte afectivo. Juan M. Dardón, docente de la Universidad de Buenos Aires, señala que esos placeres puros del juego y de la risa equivalen, para Kitano, a la afirmación de la libertad.
Formalmente, se mueve entre la comedia física y el absurdo -recordando, en un ejercicio de autorreferencialidad, a Fūun! Takeshi Jō-, la experimentación, lo onírico -con referencias al kabuki- y lo emotivo. Destacan los planos sostenidos, en los que no hace falta decir nada pero que nos dan tiempo suficiente para captar los sentimientos de los personajes, y que repetirá tres años después en Dolls, donde se detiene en los espacios ya vacíos. Y las imágenes fijas, como estampas del cuaderno de Masao, sirven para transmitir buena parte del efecto cómico o violento de algunas situaciones, sin necesidad de mostrar la acción completa.

La Cumbre de los Dioses
parte de un suceso real para construir un relato en el que la naturaleza no solo genera admiración o temor, sino que es el escenario donde sus protagonistas buscan sentido a la vida, intentan construir una identidad y ponen a prueba sus capacidades.
Desde el inicio, la obra pone en cuestión esas motivaciones cuando comienzan a convertirse en obsesiones, y explora cómo -sea cual sea su objeto: la montaña, la competición, el pasado o resolver un misterio- llegan a afectar a la forma de relacionarse con otras personas.
Para adaptar las más de mil páginas de la novela original, Jiro Taniguchi -que ya había dibujado dos obras de Baku: Garoden, centrada en un luchador callejero, y K, sobre el alpinismo en las montañas de Nepal- las convierte en imágenes detalladas, tan características en su trabajo como el dinamismo que generan el uso de las transiciones de acción a acción y la combinación de planos. Además, representar con una técnica diferente a los personajes y los fondos refuerza la sensación de perspectiva, profundidad e inmensidad del entorno. 
Una prueba de la influencia del dibujante japonés en Europa -que también se nutrió de la tradición del cómic francobelga- es la reciente película de animación basada en su manga.


Naoko Abe ejemplifica el buen hacer del periodismo que establece relaciones entre hechos en apariencia no conectados. El hombre que salvó los cerezos es mucho más que un ensayo histórico o de botánica: se acerca a una visión global de la política, economía, estructura social y modelos de relación familiar de los últimos siglos.
Gracias a su capacidad para describir personajes e identificar anécdotas significativas, podemos ver qué ha generado la fascinación e influencia mutuas entre oriente y occidente -cuestionando además el concepto de culturas puras o tradicionales-, reencontrar nombres conocidos -como Lafcadio Hearn- y comprobar que lo considerado natural es siempre una construcción mediada por las interpretaciones, intereses y actuaciones humanas:
En el Japón antiguo, las flores de cerezo simbolizaban la vida nueva y el volver a empezar (...) los gobiernos sucesivos usaron la popular sakura y sus vínculos imperiales para hacer propaganda entre un pueblo acrítico (...) canciones, obras de teatro y libros de texto pasaron a hacer hincapié en la muerte (...) por el emperador.

En Japón, las ideas de Ingram sobre la heterogeneidad chocaban con la homogeneidad de la nación (...) La desaparición de la diversidad (...) era indicativa de la mentalidad militarista (...).

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